Evidentemente, y con especialidad de cuarenta años a esta parte, la inteligencia ha hecho tanto como en los dos últimos siglos. Cierta de que consagrada a mejoramientos o reformas, que siempre han de conservar la originalidad de su carácter, sólo llegaría a conquistar una gloria a medias, cuando no postiza, se ha lanzado en el hermoso campo de las averiguaciones, donde ha sorprendido secretos importantes para las ciencias y las artes, y donde el mundo la ha ido a saludar al compás de sus vítores y aplausos en la solemne efusión del entusiasmo.
Pero todos estos triunfos adolecen de la ausencia de uno que, a mi manera de ver, es sumamente necesario ‑el triunfo sobre las envejecidas supersticiones, hijas legítimas de la tradición y sombras importunas que flotan sin cesar en torno de las más nobles ideas.
No se puede negar que la superstición ha sido vigorosamente combatida; mas, si debilitada por la lucha a que la ha arrastrado el paladín soberbio del progreso la hemos visto desertar de los centros luminosos, volvamos nuestros ojos, y fuerte por la impunidad la veremos ejerciendo su férreo período en el silencio de la selva, en el claro oscuro de los bosques y en la tranquilidad de las aldeas.
Un hecho contemporáneo será el certificado más expresivo de su perniciosa influencia sobre esos seres infelices, comunes a todos los pueblos, para quienes la civilización es todavía menos que un fantasma.
De Santiago de los Caballeros, Provincia principal de nuestra República, a Puerto Plata, que es el marítimo más próximo, hay por el camino viejo o de Altamira, veinte leguas castellanas; mientras que por el nuevo o de Palo Quemado sólo hay ocho y media de extensión, que corren a terminar en dicho puerto.
Aunque a primera vista parece que el viajero debe preferir el último camino atendida la prontitud con que respectivamente rendiría la jornada, no sucede así; porque trazado a través de una sucesión interminable de montañas gigantescas y bordadas éstas por infinitos ríos caudalosísimos, de frecuentes avenidas, el caballo sufre mucho en el tránsito, por cuya razón es necesario no apurarlo y desperdiciar por lo tanto el beneficio de tiempo que se pudiera obtener respecto del otro camino en razón de la menor distancia.
Sin embargo, hay algo de sublime en los peligros: bajar al Niágara en sus más solemnes arrebatos; cruzar por un andarivel sobre un abismo sin fondo, húmedo, imponente por cuanto solitario y tenebroso; aspirar el aliento de un volcán en los mismos bordes de su cráter; escalar los Alpes, sorprender al cóndor en su guarida, y andar perdido entre un bosque sin fin en noche oscura, o sobre el mar azotado por el huracán; son, a la verdad, escenas grandiosas, magníficas, soberbias, escenas que deben arrebatar el espíritu, llenar el corazón de brío, elevar y conmover.
Santo Domingo no se presta a estas emociones absolutamente; pero tiene algo de solemne en su naturaleza, en la elevación de sus montañas, núcleo del sistema antillano, en su aspecto primitivo que conserva como ningún otro punto de la América y en los bramidos sonoros de sus ríos.
Partidario, pues, de todo lo nuevo o sorprendente, y avezado ya al camino de Altamira tomé el de Palo Quemado el día cuatro de Junio del año de mil ochocientos sesenta para llegar a Puerto Plata el cinco y seguir mi viaje a La Habana en el Pájaro del Océano.
Cinco horas de ruta, a contar desde la del alba, fueron suficientes para rebajar la potencia de mi caballo a tal manera, que ya subía las altas cumbres dando sordos gemidos, y entraba en los ríos a viva fuerza seguro de que le aguardaba un nuevo escalamiento.
Lastimado de su quebranto resolví hacer alto en las floridas márgenes del Bajabonico. Un joven gallardo, al parecer de oficio labrador, se me acercó y tomó a su cargo la diligencia de aflojar la montura a mi caballo. Tenía un aspecto doloroso que contrastaba poderosamente con la energía de su musculatura atlética, y derramaba dolor en cada una de las miradas de sus grandes ojos negros.
— ¿Va Usted a La Habana caballero? me preguntó con dulce acento.
— Ciertamente, le respondí; ¿pero quién le ha dicho a Usted que voy a La Habana?
— Mi tío, Señor, que es quien le lleva su equipaje... ¿El irá por Altamira?
— Sí.
— Me admira que lo haya dejado a usted venir solo por este camino. Un buen peón nunca debe separarse del viajero...
— Sin embargo, no le culpe usted. Mi venida por aquí es obra del antojo; luego, como afortunadamente en nuestra patria no se conocen los peligros que en otros países...
— ¿Qué dice usted?‑ exclamó a media voz, y sentándose junto a mí sobre la yerba.
— Digo, que no hay malhechores en toda esta parte española.
— ¡Ah!... es verdad, pero en cambio hay otra cosa peor... si señor: hay otra cosa que roba y mata sin quitarnos la vida o el dinero...
— No lo comprendo a usted, amigo mío.
— Sin embargo, he dicho la verdad y en un idioma que no es a usted desconocido.
— Pero... la proposición de usted es peregrina, ¿quién que roba y mata no invade la propiedad y la existencia?
— ¡La Ciguapa!... y así diciendo miraba en derredor con ojos aterrados.
— ¿La Ciguapa?... repuse sorprendido y reduciendo a su mitad la fuerza de mi acento.
El joven se quedó un instante inmóvil, con el oído atento como quien percibe algún rumor lejano; luego sonrió, puso sobre sus breves orejas los copos de cabellos que el espanto había esparcido por su frente, pálida como un botón de lirio, y levantando con trabajo la bóveda de su pecho lanzó al aire un suspiro triste cuanto prolongado.
Desde luego adiviné algo de maravilloso en la vida y en el dolor de aquel joven, (que bautizaré con un nombre de mi gusto para evitar confusión en el discurso de este relato, por ejemplo, le llamaré Jacinto, siquiera sea porque la primera letra es también la primera de mi nombre) y curioso hasta la impertinencia resolví provocarlo a la revelación, aún a precio de sus más amargos sufrimientos. Esta curiosidad, sin embargo, no carece de nobleza. Yo tengo la costumbre de identificarme con todos los dolores, y a veces con sacrificio de mi tranquilidad y mi deber... Vive en el mundo una señora que me contó la historia de su corazón, entre sollozos y entre lágrimas... Esto dio margen a una pasión desesperada por mi parte, pasión que brotó del árbol de la piedad, y que antes de florecer fue hollada por la misma que en sus diálogos pedía una limosna de amor... ¡Qué difícil es conocer la verdad en ciertos labios!
Jacinto, pues, vuelto de su sorpresa y recordando mi última frase dijo:
— La Ciguapa, caballero: la Ciguapa es la criatura que con un alma como nosotros alienta sólo por el exterminio de nosotros mismos...
¡Pero usted no conoce la Ciguapa!...
— Ciertamente que no, amigo mío; y si no fuera el temor de afligirle, me atrevería a suplicarle me diese algunas noticias de ese ser que aún en recuerdo le intimida.
— Será usted complacido, señor, más para que comprenda bien el mágico poderío de la Ciguapa, será preciso que lo vea confirmado en la desgracia que lloro sin cesar en medio de estas anchas soledades.
— Acepto, le respondí.
El me tendió la mano y añadió:
— Yo soy, señor, hijo de buen padre; pero víctima en primer término de sus opiniones políticas. Creyó que tal o cual doctrina era conveniente a la felicidad de nuestra patria, la enunció sin atender a las consecuencias, y luego tuvo que buscar el reposo en el destierro; dejando mi existencia de doce años entregada a las depredaciones de la orfandad.
No sé si vive; pero tampoco lo acuso, aunque pudiera decir que más amó una doctrina que una prenda de su corazón... A espaldas de esa montaña que besando viene el río, habita el viejo Andrés, jefe de una familia numerosa y el cual me recogió agradecido a los favores que le otorgó mi padre en otro tiempo.
Entre sus hijas hubo una llamada Marcelina, que me tomó un cariño extremado, y a la que correspondía yo con el mismo afecto; llegando esta afición a tal altura, que nos era imposible estar diez minutos separados. Así cuando iba yo a cortar leña, ella me acompañaba al monte sin hacer cuenta de sus labores; y cuando ella bajaba con el calabazo a buscar agua al río, yo la seguía, indiferente a las obligaciones que la hospitalidad me había impuesto. Marcelina contaba con quince años: era hermosa como un clavel, de ojos negros, breve boca, cintura delgada y gallardas formas; a todo esto se agregaba una sonrisa angelical siempre retozando en sus labios purpurinos como en testimonio de la inocencia y ternura de su alma. El viejo Andrés, conocedor del corazón humano, presintió el resultado de nuestra ostensible simpatía y una noche nos dijo:
Hijos míos, la juventud es imprudente cuanto más impresionable, y temeraria hasta la locura cuando teme alguna contrariedad en sus manifestaciones. Para prevenir estos males difíciles de contener una vez desarrollados, quiero participar a ustedes que sus almas, espejos en que me miro sin cesar, tienen grabadas recíprocamente sus propias imágenes, y que esta especie de mirismo marcha a una fusión que aplaudo y que bendigo. Así, pues, ni hay que padecer con la idea de una tiranía que siempre he condenado en las familias, ni menos que disfrazarse con un tupido manto de reservas.
Di las gracias al viejo Andrés en una mirada, por su generosidad, y en seguida la fijé en el rostro de Marcelina; mas, inocente como mujer ninguna lo fue, nada comprendió de lo que había dicho su padre y continuaba embebida en su costura. Aquella noche no me fue posible dormir: hablé conmigo mismo de amor, de felicidad: veía a Marcelina turbada en mi presencia, oyendo la explosión de mis tiernos arrebatos, y lloré de gozo como un niño.
Tres meses transcurrieron, en los cuales sin alterar la índole de mi trato con Marcelina, el amor había dilatado mi corazón y embellecido mi existencia.
Al cabo de ese tiempo salimos una mañana para tomar agua del río... Allí caballero... debajo de esa mata de cera... ¡ay! Allí nos sentamos como de costumbre a trazar un cuadro de flores para el porvenir... ¿por qué no permitió Dios que yo hubiera enmudecido...? Ella viviera todavía; ¡y habríamos gozado, como antes, sin darnos cuenta de nuestra felicidad!...
— Valor, Jacinto, le dije conmovido.
Entonces enjugó una lágrima y prosiguió de esta manera:
Sentados, pues, debajo de ese árbol vimos discurrir cerca de una hora; hasta que yo excitado como nunca por la adoración contemplativa de los encantos que poseía mi joven amiga, le tomé y estreché apasionadamente una de sus manos.
— ¡Ay, Jacinto!, me dijo sorprendida: ¡cómo abrasa tu mano! Dime, ¿estás malo?
— No, Marcelina mía, le respondí balbuceando.
— Pero... ¡a lo menos sufres...!
— ¡Ah! Lejos de eso, gozo de la felicidad en toda su plenitud.
— ¡Egoísta! ¡Y pensabas ocultármelo...!
— ¡Calla Marcelina! ¡Ah! mira que conviertes así en dolores mi alegría. ¿Cuándo te he ocultado cosa alguna?
— Perdóname, Jacinto: los que queremos bien somos a veces injustos; pero nuestras injusticias no bajan jamás al corazón. Veamos, ¿me perdonas?
— ¡Oh! te perdono hoy con más razón y más deleite que te hubiera perdonado ayer.
— ¿De veras?
— ¡Es mi alma la que habla...!
— ¡Es mi alma la que escucha...! Pero tu mano me quema... Has dicho también una cosa... Y me miras de una manera... Por Dios, Jacinto... ¿qué está pasando de extraño entre nosotros? Siento mi rostro inflamado, mi corazón se agita... te miro, y me estremezco...! Jacinto, ¡explícame todo esto que yo no me basto a comprenderlo...!
Arrebatado entonces caí de rodillas sin abandonar su mano, temeroso de que asustada hubiese huido como una paloma, buscando auxilio en la choza de su padre.
— Es, Marcelina, le dije casi llorando en mi arrebato, es que nuestras almas se pronuncian contra la timidez, y se revelan en el lenguaje de las sensaciones el mejor de sus capítulos... es que no podemos seguir así, callando lo que sentimos y desflorando en su capullo el botón de la juventud... es en fin, que la soledad de estas montañas, los susurros de sus brisas y el dulcísimo lamento de este río nos han hecho volver nuestras miradas sobre nosotros mismos y preguntarnos: ¿qué es lo que sentimos y queremos? ¡Ah! ¿No es cierto que tal es nuestra situación en este instante...?
— Yo lo ignoro, Jacinto, ‑me respondió toda convulsa;‑ sólo comprendo que si me abandonaras ahora, moriría de dolor sobre esta arena; pero tú no lo harás... porque me quieres mucho.
— No lo haré porque sería suicidarme, y me importa vivir por tu alegría.
— ¡Oh Jacinto! ¡Cuánto gozo escuchándote! ¡Qué hermosa novedad encuentro en tus palabras, y con cuánta delicia descienden hasta mi corazón!... Habla otra vez, y dime qué es lo que te inspira esas ideas originales y conmovedoras, que así me recrean y sorprenden. ¡Habla!
— ¡Marcelina! Para explicártelo basta sólo una palabra...
— ¿Una palabra...?
— Una que vale por todas las que representan nuestro idioma...
— Y bien... ¡pronúnciala...!
— Si, voy a pronunciarla... ¡Oh! Escúchame...
— Habla.
— ¡Yo te amo, Marcelina!
— ¡Es posible! exclamó con la inocencia de los ángeles: ¿y cómo es que adorándote yo no participo de tus propias inspiraciones?
El diluvio de besos que estampé en su mano incendiada por la pasión fue la respuesta que dio mi gratitud; mientras ella esmaltada por el rubor a consecuencia de su bellísima espontaneidad, cerró los ojos e inclinó la frente como un aguinaldo en cuyo cáliz proyecta el sol su rayo más fogoso.
Calmadas las emociones del momento nos dimos cuenta del pasado y hablamos del porvenir.
— Serás mi esposa ‑le dije‑ y nuestra choza el templo del amor.
— Sí ‑ me repuso enajenada, y te amaré como te amo hoy; porque amarte más es imposible. Mira, Jacinto; aquí mismo, al pie de este árbol levantarás nuestra cabaña. Así tendremos siempre presente nuestros juramentos. ¡Oh! ¡Cuánta felicidad! Pero vamos a echarnos a los pies de papá y a revelarle nuestro amor...
— ¡Un momento más, querida Marcelina! ¡Es tan hermoso estar ahora a tu lado sin testigos...!
— Es que tengo miedo, Jacinto...
— ¡Miedo! ¿Y de quién tienes miedo cuando yo velo por ti?
— No sé explicarlo... pero de verdad que tengo miedo...
— Tranquilízate, mi bien ‑repuse yo conmovido por su interesante timidez; Dios desde su trono ha escuchado nuestras protestas de amor, y seguramente las bendice. Además, yo estoy aquí para defenderte y...
Dos agudos gritos estallaron a la vez. El uno seco, estridente, fatídico como el de la muerte, salió de la cresta de la montaña y restalló de roca en roca hasta perder su timbre entre los murmullos querellosos de estas aguas; el otro, ¡ay! el otro triste, profundísimo, grito de dolor arrancado al alma que se adormecía descuidadamente en brazos de la felicidad, partió del seno de Marcelina articulando con trabajo estas palabras:
— ¡Dios mío!... ¡¡¡La Ciguapa!!!
Esto dicho se desmayó. Privado de todo auxilio en aquella dolorosa situación, ceñí a Marcelina por la cintura, la suspendí hasta mis hombros y me alejé de este lugar, llevándola como a un niño que se duerme en los momentos más supremos de una fiesta.
Ni la ternura de su padre, ni el solícito cuidado de sus hermanos, ni el amor afligido de mi alma, ¡ay! nada señor, pudo devolver a la suya la tranquilidad que había perdido... Desde que cayó en el lecho fue víctima de una enajenación horrible, de un sopor espantoso, sólo alterado por la convulsión y los sollozos; si abría sus labios, ya sin carmín y sin color, era sólo para pronunciar estas palabras: ¡Oh Jacinto mío! íbamos a ser felices... pero... ¡¡¡yo vi la Ciguapa!!! ¡Adiós Jacinto!
En seguida escondía la hermosa frente en la almohada y volvía a desmayarse. Para concluir, caballero, porque el recuerdo me asesina: ¡tres días después de este acontecimiento doloroso dimos sepultura debajo de ese árbol de cera al cadáver de mi adorable Marcelina...!
Calló el mancebo enjugando como a hurtadillas una gruesa lágrima que surcaba su mejilla. Yo me levanté, viendo que era tiempo de seguir en dirección de Puerto Plata y tomé mi caballo que se había alejado un poco paciendo la fresca grama de las inmediaciones, pero antes de cabalgar, y visto que Jacinto había dominado la emoción, me atreví a preguntarle.
— Y bien, amigo mío: usted me ofreció explicarme qué cosa es la Ciguapa, y mi curiosidad ha subido de punto con lo que acabo de oir... ¿querrá usted cumplirme su palabra?
— Sin duda, caballero; pero recordando a usted previamente que como nacido y educado, aunque a medias, en la ciudad de Santiago, no participo de las ideas supersticiosas de estos candorosos campesinos. Se dice que desde antes del Descubrimiento de esta Isla existe una raza cuya residencia ha sido siempre el corazón de estas montañas; pero que se conserva en toda su pureza, durmiendo en las coronas de los cedros, y alimentándose de los peces de los ríos, de pájaros y frutas.
La Ciguapa, que tal es el nombre con que se conoce, es una criatura que sólo levanta una vara de talla: sin que por tanto se crea que en sus proporciones hay la deformidad de los llamados enanos en Europa, y aún en otros puntos de la América. Lejos de eso, existe una exacta armonía en todos sus músculos y miembros, una belleza maravillosa en su rostro, y una agilidad en sus movimientos tan llenos de espontaneidad y de gracia que deja absorto al que la ve.
Tiene la piel dorada del verdadero indio, los ojos negros y rasgados, el pelo suave, lustroso y abundante, rodando el de la hembra por sus bellísimas espaldas hasta la misma pantorrilla. La Ciguapa no tiene otro lenguaje que el aullido, y corre como una liebre por las sierras, o salta como un pájaro por las ramas de los árboles tan luego como descubre a otro ser distinto de su raza; porque es sumamente tímida e inofensiva al mismo tiempo.
En general se le atribuye una sensibilidad sin ejemplo, y se añade que habiéndola capturado algunas veces por medio de trampas abiertas en los bosques, se le ha visto morir a pocas horas de dolor, anegada en su mismo llanto; pero sin exhalar una sola queja ni menos revelar indignación. Por último, caballero, la Ciguapa es en su naturaleza idéntica a nosotros; y en cuanto a las manifestaciones del amor infinitamente superior, porque raya en el delirio. Sus celos terminan con la muerte, y es en este sentimiento tan intolerante y egoísta, que el cuadro de dos seres que se aman y acarician le arranca gritos de desolación que sólo se apagan en el sepulcro.
Pero no es esto lo más admirable, sino que cuando es hembra la Ciguapa que sorprende esos coloquios, muere a la misma hora que ella el joven enamorado, y cuando es varón muere la amante como murió mi pobre Marcelina...
En todo lo que llevo dicho no se descubre otra cosa que el triunfo de una creencia torpe; pero admitida y consagrada, sobre todo por nuestros inocentes campesinos. Esta creencia, pues, es la causa verdadera de una desgracia que lloraré con el corazón mientras tenga fuerzas para soportar su peso.
Dijo Jacinto, y estrechándome la mano desapareció por el caracol trazado rústicamente al pie de la montaña. Entonces volví a tomar el camino, preocupado con la existencia y las derivaciones de tantos errores como prohija todavía la sociedad, despreciando la voz de la civilización y los testimonios irrecusables del progreso.
- fonte del texto y audio: http://albalearning.com/audiolibros/angulo/ciguapa.html#sthash.7qIDNbhC.dpuf |
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