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21.10.19

20 CUENTOS DE ISAAC ASIMOV

Isaac Asimov es uno de los grandes autores de la Ciencia Ficción, además de ser un autor prolífico con más de 450 títulos publicados de literatura, historia y divulgación científica. Compartimos aquí una lista de 20 Cuentos de Isaac Asimov que pueden leer online.


  1. Amor verdadero
  2. Anochecer
  3. Asnos estúpidos
  4. Caza mayor
  5. Cómo ocurrió
  6. De químico a químico
  7. El demonio de dos centímetros
  8. El hombre bicentenario
  9. El mejor amigo de un muchacho
  10. El niño feo
  11. La sonrisa del cyborg
  12. La última pregunta
  13. Lenny
  14. Los ojos hacen algo más que ver
  15. Primera ley
  16. Razón
  17. Robbie
  18. Todos exploradores
  19. Una estatua para papá
  20. Versos iluminados

A LA DERIVA | Horacio Quiroga



Horacio Quiroga
(1879-1937)

A LA DERIVA
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)


         El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
         El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
         El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
         El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
         Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
         —¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
         Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
         —¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
         —¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
         —¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
         La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
         —Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
         Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
         Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
         El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
         La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
         La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
         —¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
         —¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
         El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
         El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
         El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
         El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
         ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
         Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
         De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
         Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
         El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
         —Un jueves...
         Y cesó de respirar.

100 Mejores Cuentos de la Literatura Universal

Compartimos nuestra lista de los 100 Mejores Cuentos de la Literatura Universal. Como toda lista tendrá sus fallas, pero la idea es ante todo recomendar grandes obras del cuento. Haciendo click en el titulo de cada cuento pueden leerlo.

La lista se ha organizado por orden alfabético.

Si consideran que algún otro cuento podría incluirse en esta lista, no duden en dejar un comentario con sus recomendaciones.

  1. A la deriva - Horacio Quiroga
  2. Aceite de perro - Ambrose Bierce
  3. Algunas peculiaridades de los ojos - Philip K. Dick
  4. Ante la ley - Franz Kafka
  5. Bartleby el escribiente - Herman Melville
  6. Bola de sebo - Guy de Mauppassant
  7. Casa tomada - Julio Cortázar
  8. Cómo se salvó Wang Fo - Marguerite Yourcenar
  9. Continuidad de los parques - Julio Cortázar
  10. Corazones solitarios - Rubem Fonseca
  11. Dejar a Matilde - Alberto Moravia
  12. Diles que no me maten - Juan Rulfo
  13. El ahogado más hermoso del mundo - Gabriel García Márquez
  14. El Aleph - Jorges Luis Borges
  15. El almohadón de plumas - Horacio Quiroga
  16. El artista del trapecio - Franz Kafka
  17. El banquete - Julio Ramón Ribeyro
  18. El barril amontillado - Edgar Allan Poe
  19. El capote - Nikolai Gogol
  20. El color que cayó del espacio - H.P. Lovecraft
  21. El corazón delator - Edgar Allan Poe
  22. El cuentista - Saki
  23. El cumpleaños de la infanta - Oscar Wilde
  24. El destino de un hombre - Mijail Sholojov
  25. El día no restituido - Giovanni Papini
  26. El diamante tan grande como el Ritz - Francis Scott Fitzgerald
  27. El episodio de Kugelmass - Woody Allen
  28. El escarabajo de oro - Edgar Allan Poe
  29. El extraño caso de Benjamin Button - Francis Scott Fitzgerald
  30. El fantasma de Canterville - Oscar Wilde
  31. El gato negro - Edgar Allan Poe
  32. El gigante egoísta - Oscar Wilde
  33. El golpe de gracia - Ambrose Bierce
  34. El guardagujas - Juan José Arreola
  35. El horla - Guy de Maupassannt
  36. El inmortal - Jorge Luis Borges
  37. El jorobadito - Roberto Arlt
  38. El nadador - John Cheever
  39. El perseguidor - Julio Cortázar
  40. El pirata de la costa - Francis Scott Fitzgerald
  41. El pozo y el péndulo - Edgar Allan Poe
  42. El príncipe feliz - Oscar Wilde
  43. El rastro de tu sangre en la nieve - Gabriel García Márquez
  44. El regalo de los reyes magos - O. Henry
  45. El ruido del trueno - Ray Bradbury
  46. El traje nuevo del emperador - Hans Christian Andersen
  47. En el bosque - Ryonuosuke Akutakawa
  48. En memoria de Paulina - Adolfo Bioy Casares
  49. Encender una hoguera - Jack London
  50. Enoch Soames - Max Beerbohm
  51. Esa mujer - Rodolfo Walsh
  52. Exilio - Edmond Hamilton
  53. Funes el memorioso - Jorge Luis Borges
  54. Harrison Bergeron - Kurt Vonnegut
  55. La caída de la casa de Usher - Edgar Allan Poe
  56. La capa - Dino Buzzati
  57. La casa inundada - Felisberto Hernández
  58. La colonia penitenciaria - Franz Kafka
  59. La condena - Franz Kafka
  60. La dama del perrito - Anton Chejov
  61. La gallina degollada - Horacio Quiroga
  62. La ley del talión - Yasutaka Tsutsui
  63. La llamada de Cthulhu - H.P. Lovecraft
  64. La lluvia de fuego - Leopoldo Lugones
  65. La lotería - Shirley Jackson
  66. La metamorfosis - Franz Kafka
  67. La noche boca arriba - Julio Cortázar
  68. La pata de mono - W.W. Jacobs
  69. La perla - Yukio Mishima
  70. La primera nevada - Julio Ramón Ribeyro
  71. La tempestad de nieve - Alexander Puchkin
  72. La tristeza - Anton Chejov
  73. La última pregunta - Isaac Asimov
  74. Las babas del diablo - Julio Cortázar
  75. Las nieves del Kilimajaro - Ernest Hemingway
  76. Las ruinas circulares - Jorge Luis Borges
  77. Los asesinatos de la Rue Morgue - Edgar Allan Poe
  78. Los asesinos - Ernest Hemigway
  79. Los muertos - James Joyce
  80. Los nueve billones de nombre de dios - Arthur C. Clarke
  81. Macario - Juan Rulfo
  82. Margarita o el poder de Farmacopea - Adolfo Bioy Casares
  83. Markheim - Robert Louis Stevenson
  84. Mecánica popular - Raymond Carver
  85. Misa de gallo - J.M. Machado de Assis
  86. Mr. Taylor - Augusto Monterroso
  87. No hay camino al paraiso - Charles Bukowski
  88. No oyes ladrar los perros - Juan Rulfo
  89. Parábola del trueque - Juan José Arreola
  90. Paseo nocturno - Rubem Fonseca
  91. Regreso a Babilonia - Francis Scott Fitzgerald
  92. Solo vine a hablar por teléfono - Gabriel García Márquez
  93. Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril - Haruki Murakami
  94. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius - Jorge Luis Borges
  95. Tobermory - Saki
  96. Un día perfecto para el pez plátano - J.D. Salinger
  97. Un marido sin vocación - Enrique Jardiel Poncela
  98. Una rosa para Emilia - William Faulkner
  99. Vecinos - Raymond Carver
  100. Vendrán lluvias suaves - Ray Bradbury

13.12.15

Historia Del Señor Jefries y Nassin El Egipcio | Roberto Arlt

No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia.
Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada "La momia", que una noche vimos y comentamos con varios amigos.

Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento de "La momia" podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro, les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a tiros a Nassin el Mago.

Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de Tánger.

Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble.

La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin el Egipcio.

Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro una transparente cortinilla de gasa roja.

Nassin el Egipcio era un hombre alto. Al estilo de sus compatriotas, mostraba una espalda anchurosa y una cintura de avispa. Se tocaba con un turbante de razonable diámetro y su rostro amarillo estaba picado de viruelas, mejor dicho, las viruelas parecían haberse ensañado particularmente con su nariz, lo que le daba un aspecto repugnante. Cuando estaba excitado o encolerizado, su voz se tornaba sibilante y sus ojos brillaban como los de un reptil. Como para contrarrestar estas condiciones negativas, sus modales eran seductores y su educación exquisita. No se alteraba jamás visiblemente; por el contrario, cuanto más colérico se sentía contra su interlocutor, más fina y sibilante se tornaba su voz y más brillaban sus ojos.

Él fue el hombre con quien mi desdichado destino me hizo trabar relaciones.

Me detuve una vez a comprar tabaco en su tienda; iba a marcharme porque nadie atendía el mostrador, cuando súbitamente asomó por encima de las cajas de tabaco la cabeza de reptil del egipcio. Al verle aparecer así, bruscamente, quedé alelado, como si hubiera puesto la mano sobre el nido de una cobra. El egipcio pareció darse cuenta del efecto que su súbita presencia causó sobre mi sensibilidad, porque cuando me marché "sentí" que él se me quedó mirando a la nuca, y aunque experimentaba una tentación violenta de volver la cabeza, no lo hice porque semejante acto hubiera sido confirmarle a Nassin su poder hipnótico sobre mí.

Sin embargo, al otro día volvió a repetirse el endiablado juego. Deseaba vencer ese complejo de timidez que nacía en mí en presencia del maldito egipcio. Violentando mi naturaleza, fui a comprar otra vez cigarrillos a la tienda de Nassin. Como de costumbre, no había nadie en el mostrador; iba a retirarme, cuando, como si la disparara un resorte fuera de una caja de sorpresas, apareció la cabeza de serpiente del egipcio.

Me entregó la cajetilla de tabaco saludándome con una exquisita inclinación, y yo me retiré sin atreverme a volver la cabeza entre la multitud que pasaba a mi lado, porque sabía que allá lejos, en el fondo de la calle, estaba el egipcio con la mirada clavada en mí.

Era aquella una situación extraña. Antes de terminar violentamente, debía complicarse. No me equivoqué. Una mañana me detuve frente al puesto de Nassin. Éste asomó bruscamente la cabeza por encima del mostrador. Como de costumbre, quedé paralizado. Nassin notó mi turbación, la parálisis de mi corazón, la palidez de mi rostro, y aprovechando aquel shock nervioso apoyó dulcemente sus manos entre mis manos y teniéndome así, como si yo fuera una tierna muchacha y no un robusto socio del Tánger Tenis Club, me dijo:

-¿No vendréis esta noche a tomar té conmigo? Os mostraré una curiosidad que os interesará extraordinariamente.

Le entregué las monedas que en justicia le correspondían por su tabaco, y sin responderle me retiré apresuradamente de su puesto. Estaba avergonzado, como si me hubieran sorprendido cometiendo una mala acción. Pero ¿qué podía hacer? Había caído bajo la autoridad secreta del egipcio.

No me convenía engañarme a mí mismo. Nassin el Mago era el único hombre sobre la tierra que podía ejercer sobre mí ese dominio invisible, avergonzador, torturante que se denomina "acción hipnótica". No me convenía huir de él, porque yo hubiera quedado humillado para toda la vida. Además, mi cargo de cónsul no me permitía abandonar Tánger a capricho. Tenía que quedarme allí y desafiar la cita del egipcio y vencerlo, además.

No me quedaba duda:

Nassin quería dominarme. Convertirme en un esclavo suyo. Para ello era indispensable que yo le obedeciera ciegamente, como si fuera un negro que él hubiera comprado a una caravana de árabes. Su invitación para que fuera a la noche a tomar té con él era la última formalidad que el egipcio cumplía para remachar la cadena con que me amarraría a su tremenda y misteriosa voluntad.

Impacientemente esperé durante todo el día que llegara la noche. Estaba angustiado e irritado, como si dos naturalezas opuestas entre sí combatieran en mí. Recuerdo que revisé cuidadosamente mi pistola automática y engrasé sus resortes. Iba a librar una lucha sin cuartel; Nassin me dominaría, y entonces yo caería a sus pies y besaría el suelo que él pisaba, o triunfaba yo y le hacía volar la cabeza en pedazos. Y para que, efectivamente, su cabeza pudiera volar en pedazos, recuerdo que llevé a lo de un herrero las balas de acero de mi pistola y las hice convertir en dum-dum. Quería ver volar en pedazos la cabeza de serpiente del egipcio.

A las diez de la noche puse en marcha mi automóvil, y después de dejar atrás la playa y las murallas de la época de la dominación portuguesa, me detuve frente a la tienda del egipcio. Como de costumbre, no estaba allí, pero de pronto su cabeza asomó tras el mostrador y sus ojos brillantes y fríos se quedaron mirándome inmóviles, mientras sus manos arrastrándose sobre los paquetes de tabaco, tomaban las mías. Se quedó mirándome, así, un instante, tal si yo fuera el principio y el fin de su vida; luego, precipitadamente abandonó el mostrador, abrió una portezuela, y haciéndome una inmensa inclinación, como si yo fuera el Comendador de los Creyentes, me hizo pasar al interior de la tienda; apartó una cortinilla dorada y me encontré en un pasadizo oscuro. Un negro gigantesco, más alto que una torre, ventrudo como una ballena, me tomó de una mano y me condujo hasta una sala. El negro era el que atendía la tienda de las hierbas medicinales.

Entré en la sala. El suelo estaba allí cubierto de tapices, cojines, almohadones, colchonetas. En un rincón humeaba un pebetero; me senté en un cojín y comencé a esperar.

Cuánto tiempo permanecí ensimismado, quizá por el efecto aromático de las hierbas que humeaban y se consumían en el pebetero, no lo sé. Al levantar los párpados sorprendí al egipcio sentado también frente a mí, en cuclillas. Me miraba en silencio, sin irritación ni malevolencia, pero era la suya una mirada fría, tan ultrajante por su misma frialdad que me producía rabiosos deseos de execrarle la cara con los más atroces insultos. Pero no abrí los labios y seguí con los ojos una señal de su dedo índice: me señalaba una bola de vidrio.

La bola de vidrio parecía alumbrada en su interior por un destello esférico que crecía insensiblemente a medida que se hacía más y más oscura la penumbra de la sala. Hubo un momento en que no vi más al egipcio ni a las espesas colgaduras de alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecía plomo transparente, que se transformaba en una lámina de plata centelleante y única en la infinitud de un mundo negro. Y yo no tenía fuerzas para apartar los ojos de la bola de vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba transmitiendo un deseo claro y concreto:

"Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita."

Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinó frente a mí al correr la cortina dorada que me permitía salir a la tabaquería, subí a mi automóvil, y, sin vacilar, me dirigí al cementerio.

¿Era una idea mía lo que yo creía un deseo de Nassin? ¿Estaba yo trastornado y atribuía al egipcio ciertas monstruosas fantasías que nacían de mí?

Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de la incredulidad de los racionalistas, procesos de sugestión y de acrecentamiento de la propia ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen la magia para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el único goce efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro está; ningún mago puede poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cósmicas.

"Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita." ¿Era aquélla una orden del mago o una sugestión nacida de mi desequilibrio?

Tendría la prueba muy pronto.

Encaminé mi automóvil hacia el cementerio cristiano. Era lunes, uno de los cuatro días de la semana que no es fiesta en Tánger, porque el viernes es el domingo musulmán; el sábado, el domingo judío, y el domingo el domingo cristiano.

Llegando frente al cementerio, detuve el automóvil en la parte de la muralla derribada hacía pocos días por un camión que había chocado allí; aparté unas tablas y, tomando una masas y un cortafrío de mi cajón de herramientas, comencé a vagar entre las tumbas. Dónde estaba sepultada la jovencita, yo no lo sabía; caminaba al azar hasta que de pronto sentí una voz que me murmuraba en el oído:

"Aquí."

Estaba frente a una bóveda cuya cancela forcé rápidamente. Derribé, valiéndome de mi maza, varias lápidas de mármol; dejé al descubierto un ataúd. Sin vacilar, cargué el cajón fúnebre a mi espalda (fue un milagro que no me viera nadie, porque la luna brillaba intensamente), y agobiado como un ganapán por el peso del ataúd, salí vacilante, lo deposité en mi automóvil y me dirigí nuevamente a casa del egipcio.

Voy a interrumpir mi relato con esta pregunta:

-¿Qué harían ustedes si un cliente les trajera a su casa, de noche, un muerto dentro de su ataúd?

Estoy seguro de que lo rechazarían con gestos airados, ¿no es así? De ningún modo permitirían ustedes que el cliente se introdujera en su hogar con el cadáver del desconocido.

Pues bien; cuando yo me detuve frente a la casa del mago egipcio, éste asomó a la puerta y, en vez de expulsarme, me recibió atentamente.

Era muy avanzada la noche, y no había peligro de que nadie nos viera. Apresuradamente el egipcio abrió las hojas de la puerta, y casi sin sentir sobre mí la tremenda carga del ataúd, deposité el cajón del muerto en el suelo y con un pañuelo, tranquilamente, me quedé enjugando el sudor de mi frente.

El egipcio volvió armado de una palanca, introdujo su cuña entre las juntas de la tapa y el cajón, y de pronto el ataúd entero crujió y la tapa saltó por los aires.

Cometida esta violación, el egipcio encendió un candelabro de tres brazos, cargado de tres cirios negros, los colocó sesgadamente en dirección a La Meca, y luego, revistiéndose de una estola negra bordada con signos jeroglíficos, con un cuchillo cortó la fina cubierta de estaño que cerraba el ataúd.

No pude contener mi curiosidad. Asomándome sobre su espalda, me incliné sobre el féretro y descubrí que "casualmente" yo había robado del cementerio un ataúd que contenía a una jovencita.

No me quedó ninguna duda:

El egipcio se dedicaba a la magia. Él era quien me había ordenado mentalmente que robara un cadáver. Vacilar era perderme para siempre. Eché mano al bolsillo, extraje la pistola, coloqué su cañón horizontalmente hacia la nuca de Nassin y apreté el disparador. La cabeza del egipcio voló en pedazos; su cuerpo, arrodillado y descabezado, vaciló un instante y luego se derrumbó.

Sin esperar más salí. Nadie se cruzó en mi camino.

Al día siguiente, al pasar frente a la tabaquería del egipcio, vi que estaba cerrada. Un cartelito pendía del muro:

"Cerrada porque Nassin el egipcio está de viaje".



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La ola de perfume verde | Roberto Arlt


Yo ignoro cuáles son las causas que lo determinaron al profesor Hagenbuk a dedicarse a los naipes, en vez de volverse bizco en los tratados de matemáticas superiores. Y si digo volverse bizco, es porque el profesor Hagenbuk siempre bizqueó algo; pero aquella noche, dejando los naipes sobre la mesa, exclamó:
-¿Ya apareció el espantoso mal olor?

El olfato del profesor Hagenbuk había siempre funcionado un poco defectuosamente, pero debo convenir que no éramos nosotros solos los que percibíamos ese olor en aquel restaurant de después de medianoche, concurrido por periodistas y gente ocupada en trabajos nocturnos, sino que también otros comensales levantaban intrigados la cabeza y fruncían la nariz, buscando alrededor el origen de esa pestilencia elaborada como con gas de petróleo y esencia de clavel.

El dueño del restaurant, un hombre impasible, pues a su mostrador se arrimaban borrachos conspicuos que toda la noche bebían y discutían de pie frente a él, abandonó su flema, y, dirigiéndose a nosotros -desde el mostrador, naturalmente-, meneó la cabeza para indicarnos lo insólito de semejante perfume.

Luis y yo asomamos, en compañía de otros trasnochadores, a la puerta del restaurant. En la calle acontecía el mismo ridículo espectáculo. La gente, detenida bajo los focos eléctricos o en el centro de la calzada, levantaba la cabeza y fruncía las narices; los vigilantes, semejantes a podencos, husmeaban alarmados en todas direcciones. El fenómeno en cierto modo resultaba divertido y alarmante, llegando a despertar a los durmientes. En las habitaciones fronteras a la calle, se veían encenderse las lámparas y moverse las siluetas de los recién despiertos, proyectadas en los muros a través de los cristales. Algunas puertas de calle se abrían. Finalmente comenzaron a presentarse vecinos en pijamas, que con alarmante entonación de voz preguntaban:

-¿No serán gases asfixiantes?

A las tres de la madrugada la ciudad estaba completamente despierta. La tesis de que el hedor clavel-petróleo fuera determinada por la emanación de un gas de guerra, se había desvanecido, debido a la creencia general en nuestro público de que los gases de guerra son de efecto inmediato. Lo cual contribuía a desvanecer un pánico que hubiera podido tener tremendas consecuencias.

Los fotógrafos de los periódicos perforaban la media luz nocturna con fogonazos de magnesio, impresionando gestos y posturas de personas que en los zaguanes, balcones, terrazas y plazuelas, enfundadas en sus salidas de baño o pijamas, comentaban el fenómeno inexplicable.

Lo más curioso del caso es que en este alboroto participaban los gatos y los caballos. "Xenius", el hábil fotógrafo de "El Mundo" nos ha dejado una estupenda colección de caballos aparentemente encabritados de alegría entre las varas de sus coches y levantando los belfos de manera tal, que al dejar descubierto el teclado de la dentadura pareciera que se estuviesen riendo.

Junto a los zócalos de casi todos los edificios se veían gatos maullando de satisfacción encrespando el hocico, enarcado el lomo, frotando los flancos contra los muros o las pantorrillas de los transeúntes. Los perros también participaban de esta orgía, pues saltando a diestra y siniestra o arrimando el hocico al suelo corrían como si persiguieran un rastro, mas terminaban por echarse jadeantes al suelo, la lengua caída entre los dientes.

A las cuatro de la madrugada no había un solo habitante de nuestra ciudad que durmiera, ni la fachada de una sola casa que no mostrara sus interiores iluminados. Todos miraban hacia la bóveda estrellada. Nos encontrábamos a comienzos del verano. La luna lucía su media hoz de plata amarillenta, y los gorriones y jilgueros aposentados en los árboles de los paseos piaban desesperadamente.

Algunos ciudadanos que habían vivido en Barcelona les referían a otros que aquel vocerío de pájaros les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse refugiado los pájaros de todas las montañas que circunvalan a Barcelona. En los vecindarios donde había loros, éstos graznaban tan furiosamente, que era necesario taparse los oídos o estrangularles .

-¿Qué sucede? ¿Qué pasa? -era la pregunta suspendida veinte veces, cuarenta veces, cien veces, en la misma boca.

Jamás se registraron tantos llamados telefónicos en las secretarías de los diarios como entonces. Los telefonistas de guardia en las centrales enloquecían frente a los tableros de los conmutadores; a las cinco de la mañana era imposible obtener una sola comunicación; los hombres, con la camisa abierta sobre el pecho, habían colgado los auriculares. Las calles ennegrecían de multitudes. Los vestíbulos de las comisarías se llenaban de visitantes distinguidos, jefes de comités políticos, militares retirados, y todos formulaban la misma pregunta, que nadie podía responder:

-¿Qué sucede? ¿De dónde sale este perfume?

Se veían viejos comandantes de caballería, el collar de la barba y el bastón de puño de oro, ejerciendo la autoridad de la experiencia, interrogados sobre química de guerra; los hombres hablaban de lo que sabían, y no sabían mucho. Lo único que podían afirmar es que no se estaba en presencia de un fenómeno letal, y ello era bien evidente, pero la gente les agradecía la afirmación. Muchos estaban asustados, y no era para menos.

A las cinco de la mañana se recibían telegramas de Córdoba, Santa Fe, Paraná y, por el Sur, de Mar del Plata, Tandil, Santa Rosa de Toay dando cuenta de la ocurrencia del fenómeno. Los andenes de las estaciones hervían de gente que, con la arrugada nariz empinada hacia el cielo, consultaban ávidamente la fragancia del aire.

En los cuarteles se presentaban oficiales que no estaban de guardia o con licencia. El ministro de Guerra se dirigió a la Casa de Gobierno a las cinco y cuarto de la mañana; hubo consultas e inmediatamente se procedió a citar a los químicos de todas las reparticiones nacionales, a las seis de la mañana. Yo, por no ser menos que el ministro me presenté en la redacción del diario; cierto es que estaba con licencia o enfermo, no recuerdo bien, pero en estas circunstancias un periodista prudente se presenta siempre. Y por milésima vez escuché y repetí esta vacua pregunta:

-¿Qué sucede? ¿De dónde viene este perfume?

Imposible transitar frente a la pizarra de los diarios. Las multitudes se apretujaban en las aceras; la gente de primera fila leía el texto de los telegramas y los transmitía a los que estaban mucho más lejos.

"Comunican que la ola de perfume verde ha llegado a San Juan."

"De Goya informan que ha llegado la ola de perfume verde."

"Los químicos e ingenieros militares reunidos en el Ministerio de Guerra dictaminan que, dada la amplitud de la ola de perfume, ésta no tiene su origen en ninguna fábrica de productos tóxicos."

"La Jefatura de Policía se ha comunicado con el Ministerio de Guerra. No se registra ninguna víctima y no existen razones para suponer que el perfume petróleo-clavel sea peligroso."

"El observatorio astronómico de La Plata y el observatorio de Córdoba informan que no se ha registrado ningún fenómeno estelar que pueda hacer suponer que esta ola sea de origen astral. Se cree que se debe a un fenómeno de fermentación o de radioactividad."

"Bariloche informa que ha llegado la ola de perfume."

"Rio Grande do Sul informa que ha llegado la ola de perfume."

"El observatorio astronómico de Córdoba informa que la ola de perfume avanza a la velocidad de doce kilómetros por minuto."

Nuestro diario instaló un servicio permanente de comunicación con estación de radio; además situó a un hombre frente a las pizarras de su administración; éste comunicaba por un megáfono las últimas novedades, pero recién a las seis y cuarto de la mañana se supo que en reunión de ministros se había resuelto declarar el día feriado. El ministro del Interior, por intermedio de las estaciones de radios y los periódicos se dirigían a todos los habitantes del país, encareciéndoles:

1° No alarmarse por la persistencia de este fenómeno que, aunque de origen ignorado, se presume absolutamente inofensivo.

2° Por consejo del Departamento Nacional de Higiene se recomienda a la población abstenerse de beber y comer en exceso, pues aún se ignoran los trastornos que puede originar la ola de perfume.

Lo que resulta evidente es que el día 15 de septiembre los sentimientos religiosos adormecidos en muchas gentes despertaron con inusitada violencia, pues las iglesias rebosaban de ciudadanos, y aunque el tema de los predicadores no era "estamos en las proximidades del fin del mundo", en muchas personas se desperezaba ya esta pregunta.

A las nueve de la mañana, la población fatigada de una noche de insomnio y de emociones se echó a la cama. Inútil intentar dormir. Este perfume penetrante petróleo-clavel se fijaba en las pituitarias con tal violencia, que terminaba por hacer vibrar en la pulpa del cerebro cierta ansiedad crispada. Las personas se revolvían en las camas impacientes, aturdidas por la calidez de la emanación repugnante, que acababa por infectar los alimentos de un repulsivo sabor aromático. Muchos comenzaban a experimentar los primeros ataques de neuralgia, que en algunos se prolongaron durante más de sesenta horas, las farmacias en pocas horas agotaron su stock de productos a base de antitérmicos, a las once de la mañana, hora en que apareció el segundo boletín extraordinario editado por todos los periódicos: el negocio fue un fracaso. En los subsuelos de los periódicos grupos de vendedores yacían extenuados; en las viviendas la gente, tendida en la cama, permanecía amodorrada; en los cuarteles los soldados y oficiales terminaron por seguir el ejemplo de los civiles; a la una de la tarde en toda Sudamérica se habían interrumpido las actividades más vitales a las necesidades de las poblaciones: los trenes permanecían en medios de los campos... con los fuegos apagados; los agentes de policía dormitaban en los umbrales de las casas; se dio el caso de un ladrón que, haciendo un prodigioso esfuerzo de voluntad, se introdujo en una oficina bancaria, despojó al director del establecimiento de sus llaves e intentó abrir la caja de hierro en presencia de los serenos que le miraban actuar sin reaccionar, pero cuando quiso mover la puerta de acero su voluntad se quebró y cayó amodorrado junto a los otros.

En las cárceles el aire confinado determinó más rápidamente la modorra en los presos que en los centinelas que los custodiaban desde lo alto de las murallas donde la atmósfera se renovaba, pero al final los guardianes terminaron por ceder a la violencia del sueño que se les metía en una "especie de aire verde por las narices" y se dejaban caer al suelo. Este fue el origen de lo que se llamó el perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la modorra, teníamos la sensación de que nos envolvía un torbellino suave, pero sumamente espeso, de aire verde.

Las únicas que parecían insensibles a la atmósfera del perfume clavel-petróleo eran las ratas, y fue la única vez que se pudo asistir al espectáculo en que los roedores, saliendo de sus cuevas, atacaban encarnizadamente a sus viejos enemigos los gatos. Numerosos gatos fueron destrozados por los ratones.

A las tres de la tarde respirábamos con dificultad. El profesor Hagenbuk, tendido en un sofá de mi escritorio, miraba a través de los cristales al sol envuelto en una atmósfera verdosa; yo, apoltronado en mi sillón, pensaba que millones y millones de hombres íbamos a morir, pues en nuestra total inercia al aire se aprecia cada vez más enrarecido y extraño a los pulmones, que levantaban penosamente la tablilla del pecho; luego perdimos el sentido, y de aquel instante el único recuerdo que conservo es el ojo bizco del profesor Hagenbuk mirando el sol verdoso.

Debimos permanecer en la más completa inconsciencia durante tres horas. Cuando despertamos la total negrura del cielo estaba rayada por tan terribles relámpagos, que los ojos se entrecerraban medrosos frente al ígneo espectáculo.

El profesor Hagenbuk, de pie junto a la ventana murmuró:

-Lo había previsto; ¡vaya si lo había previsto!

Un estampido de violencia tal que me ensordeció durante un cuarto de hora me impidió escuchar lo que él creía haber previsto. Un rayo acababa de hendir un rascacielos, y el edificio se desmoronó por la mitad, y al suceder el fogonazo de los rayos se podía percibir el interior del edificio con los pisos alfombrados colgando en el aire y los muebles tumbados en posiciones inverosímiles.

Fue la última descarga eléctrica.

El profesor Hagenbuk se volvió hacia mí, y mirándome muy grave con su extraordinario ojo bizco, repitió:

-Lo había previsto.

Irritado me volví hacia él.

-¿Qué es lo que había previsto usted, profesor? -grité.

-Todo lo que ha sucedido.

Sonreí incrédulamente. El profesor se echó las manos al bolsillo, retiró de allí una libreta, la abrió y en la tercera hoja leí:

"Descripción de los efectos que los hidrocarburos cometarios pueden ejercer sobre las poblaciones de la Tierra."

-¿Qué es eso de los hidrocarburos cometarios?

El profesor Hagenbuk sonrió piadosamente y me contestó:

-La substancia dominante que forma la cola de los cometas. Nosotros hemos atravesado la cola de un cometa.

-¿Y por qué no lo dijo antes?

-Para no alarmar a la gente. Hace diez días que espero la ocurrencia de este fenómeno, pero..., a propósito; anoche usted se ha quedado debiéndome treinta tantos de nuestra partida.

Aunque no lo crean ustedes, yo quedé sin habla frente al profesor. Y estas son las horas en que pienso escribir la historia de su fantástica vida y causas de su no menos fantástico silencio.



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